Siempre he tenido un organismo que sin importar lo que le dé de comer, quema grasa y calorías tan eficazmente como si fuera una máquina nueva recién aceitada. Mi organismo no engorda nunca e incluso quema calorías estando sentado o acostado. Otras personas no pueden decir lo mismo, que no metabolizan su grasa y calorías pero ni corriendo 3 maratones al día. Los seres humanos como yo, evidentemente, no tienen ningún mérito por ser delgados: si somos así no es gracias a seguir un régimen alimenticio tal que nos lleve a la consecuencia feliz de un cuerpo sano y grácil, sino simplemente a que
así somos.
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Uno siempre se maravilla de que haya personas tan desenvueltas frente a una cámara fotográfica o delante de un micrófono, que no hacemos más que halagarlas por ello. Les hacemos apología porque nosotros, por el contrario, somos bastante torpes para hacer lo mismo.
Pero, un momento, ¿por qué halagamos a una persona por ser como es si lo que es no es producto de ningún esfuerzo? Si una mujer es hermosa de nacimiento, ella goza de una belleza que no es consecuencia de ningún trabajo, y lo mismo podemos decir de toda clase de cosas que somos o tenemos sin que tales bienes nos hayan costado una sola gota de sudor, porque están en nosotros sin ningún cultivo, como los hongos que nacen solos en todos lados sin que nadie los llame.
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Por tanto, quienes por derecho deberían ser objeto de halago son, por contra,
quienes no nacieron como son; y que ahora son como son gracias a su esfuerzo y lágrimas, cosas que las personas que nacen siendo como son, no conocen ni advierten nunca. Tal como pasa con los hijos de los ricos, que nacen llenos de oportunidades: en ellos, pocas cosas son dignas de elogio ya que no tienen que hacer mucho para lograr una vida estable y exitosa. Obviamente la cosa es otra cuando los pobres dejan de serlo o acceden a la clase media.
Ergo, se entiende por qué en cierta época del pensamiento humano, algunos pensadores llegaron a decir que
los hombres eran mejores que Dios; ya que ellos llegaban a ser lo que eran gracias a sí mismos, lacerándose las manos y pies y muchas mutuamente para lograr la civilización, el pensamiento, la ciencia y el resto de perfecciones adquiridas; mientras que Dios
llegó a ser lo que es sin pena y, por tanto, sin gloria. Él, Dios, en consecuencia, no merecía halagos por ser bueno, ni sabio ni fuerte.
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