En estas fechas festejamos nuevamente un día que hizo feliz a mexicanos como nosotros. El próximo 15 de septiembre celebramos el día en que el sargento
Benjamin Roberts bajó el lábaro mexicano e izó la bandera de las barras y las estrellas en el Palacio Nacional de la Ciudad de México.
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Por desgracia no viví yo en el siglo XIX, en el año
1847 de nuestro Señor, pero de haberlo hecho sin duda hubiera pasado por mi mente la esperanza alegre de que la tierra seca en que vivimos pudiera tener una oportunidad de progreso, formando parte de un país potente, recio, poderoso como lo es Estados Unidos.
Si todo hubiera salido bien, ¡maldita sea, si todo nos hubiera salido bien!, la bandera estadounidense continuaría ondeando en el asta del Zócalo capitalino, y no sería, hoy, una bandera extranjera, sería nuestra bandera, el lábaro de nuestro país.
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La guerra decimonónica entre México y Estados Unidos terminó con el tratado de paz llamado
Guadalupe Hidalgo, en el que México cedió la mitad de su territorio. Si nuestros compatriotas hubieran sido tan amables de ceder un poquito más, alcanzando la Ciudad de México, o de plano anexar todo el territorio mexicano, hoy quizá no estaría sumida en la pobreza la mitad de la población, ni se darían las aberraciones políticas, económicas y sociales que se presentan en este país.
Por desgracia, no se pudo ceder más a Estados Unidos, y ellos parece que tampoco querían más, ya que de haberse anexado todo nuestro territorio hubieran tenido que cargar con toda la población que de por sí consideraban (y consideran aún hoy) bastante inferior
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Y tal vez los Estados Unidos no estén tan equivocados respecto de nuestra
inferioridad: algo malo debe haber en nosotros, algo podrido y seco, que impide nuestro desarrollo económico, educativo y social.
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Se ve tan lejos que la luz del progreso y la muerte de la corrupción alcancen a México, que quizá la única forma de imaginar su llegada, es leyendo
La disculpa de
Francisco Martín Moreno, o bien esperando una nueva guerra en que México perdiera otra vez, con la bendición de que el país invasor pudiera anexarse nuestro territorio y hacer de él algo bueno, o de menos lograr que deje de ser la poca cosa que es.
A título personal, y con esto termino, yo preferiría mil veces ver desaparecer a México como país y mirar a su población con la auténtica esperanza de una vida mejor, bajo el abrigo de la bandera estadounidense (alemana, francesa, etc), que seguir viendo a México como tal, como un país hecho pero incapaz de gobernar, incapaz de garantizar la seguridad, la economía, la educación y la mínima vida decorosa que sus ciudadanos merecemos.
Si te interesó este tema, puedes leer un poco más al respecto en
Anexar México a Estados Unidos y su
continuación.